Su vida ha estado marcada por sucesivos acontecimientos traumáticos: la separación de sus padres, la muerte accidental de su hermano mayor, la depresión y luego la muerte prematura de su madre, a quién encuentran sin vida una mañana.
Tiene 5 años cuando su padre la toma en su regazo para decirle que su madre esta muerta. La mantendrán alejada de los funerales, sobreprotegida por el resto de su vida, criada por los abuelos paternos que la adoran y que mantienen el mito de la gran actriz, la sublime Romy Schneider. Pero, para ella la estrella tan bella y admirada, cuyas historias de amor conoce y cuyas películas ha visto todas, no es su madre: hay un enorme vacío en ese lugar. Y en cuanto lo piensa, llora.
Ella misma se ha convertido en actriz; no actúa en el cine, sino en el teatro. Tiene un compañero que la quiere y que se ha ganado su confianza: con él, desea un hijo. Él ya tiene un hijo del que ella se ocupa, pero sin llegar a tomar el lugar de madre, señala Sarah Biasini en su libro[1].
¿Podría ser ella? Su búsqueda de madre la obliga a seguir siendo eternamente «la hija de» y le impide ocupar el lugar de una madre. Hay algo inacabado en ella, como si el interminable duelo del que testimonia no le permitiera pasar a la vida real. Pasan los años, trabaja con directores en escenas, comienza un psicoanálisis, pero su deseo de un hijo no encuentra más que la decepción y el vacío. Tiene cuarenta años y empieza a pensar que nunca será madre.
Un acontecimiento inesperado la sorprende. Una llamada de la policía le informa que la tumba de su madre ha sido profanada. El horror se apodera de ella, entre lágrimas: ¿por qué semejante tormento, otra vez? Duda, pero luego decide ir al lugar. La acompañan una joven policía y el alcalde del pueblo, y está rodeada de mil precauciones. Por primera vez, cuida de su madre y va al cementerio donde está enterrada. Cuando llegó, la lápida estaba de nuevo perfectamente sellada; les dio las gracias, les estrechó la mano y sacó su talonario para pagar el trabajo. Se va agotada pero contenta por esta pequeña e íntima ceremonia que fue sólo para ella, sin fotos ni vida social.
Tres semanas más tarde, está embarazada. Y es durante su embarazo cuando siente la necesidad de escribir un libro para el hijo que lleva dentro; será una niña, lo que la hace feliz. Algo enigmático ha tenido lugar sin que ella lo sepa, lo que finalmente le permite tener un hijo en lugar de seguir siendo la hija desconsolada, enfrentada al agujero de la ausencia de madre, en medio de una profusión de imágenes que la representan sin encarnarla.
Este libro es el testimonio de un impasse seguido de un desenlace. La autora toca con modestia y delicadeza el dolor de existir, pero también la alegría de vivir que ha heredado. Indignada refuta la versión de la mujer desesperada que habría sido su madre al final de su vida, devastada por la trágica muerte de su hijo. Más allá, leemos en filigrana la acuciante pregunta de su inscripción en el deseo del Otro: ¿qué era ella para su madre? Y si es verdad que fue deseada y querida como afirma su familia, ¿por qué su madre la dejó sola? ¿Cómo es posible que el vínculo de amor entre ellas no le diera fuerzas para seguir viva y cuidar de su hija?
Querer un hijo es, ante todo, querer ser como las demás mujeres: ¿por qué no tendría ella derecho a esa felicidad? Es también una forma de cerrar la tumba de la madre para autorizarse a dar vida, a pesar de la omnipresencia de los muertos, las lágrimas y el duelo. La singularidad de su deseo de tener un hijo es que conlleva preguntas existenciales. ¿Puede la vida prevalecer sobre la muerte? ¿Cómo ocupar el lugar de una madre irreemplazable? ¿Cómo puede cumplir lo que ella llama su «propio deseo de ser madre, multiplicado por todo esto»[2]?
La felicidad que experimenta el día que da a luz a su hija es la sensación de haber triunfado sobre el destino. Este nacimiento es la prueba de que la vida se ha transmitido de una generación a otra: «Mi madre está conmigo en todas partes, hasta en la sala de partos[3]«, escribe. La sala de maternidad es una «torre de marfil» en la que sólo el padre de la pequeña Anna tiene derecho a entrar.
Se reencuentra con lo que sentía de pequeña, cuando estaba en los brazos de su madre, justo antes de que le arrebataran esa felicidad. «¿A quién tengo en brazos? ¿Tú? ¿Yo? ¿Mi madre? Camino constantemente sobre este hilo que nos une, tenso pero inquebrantable. La vida que me diste, que me queda. Una vida interrumpida hace treinta y ocho años, otra que comienza hoy. En el medio estoy ahí. En el medio, me quedo[4]«.
De esta mutación, que adviene no sin psicoanálisis, sale vivificada. Se ríe de su embrollo pasado y del auto sabotaje sistemático que practicó hasta el teatro. Ha reencontrado su papel en la vida y lo siente en su cuerpo. «El telón está a punto de levantarse. Mi cuerpo finalmente está exultante. Puedo sentirlo todo vivo… Abro la boca, emito mi voz, me hago oír[5]«.
Traducción: Norma Lafuente
Revisión : Giuliana Casagrande
Fotografía: ©Dominique Sonnet – https://www.dominiquesonnet.be/
[1] Biasini Sarah, La Beauté du ciel, Paris, Stock, 2021.
[2] Ibid., p. 130.
[3] Ibid., p. 104.
[4] Ibid., p. 125.
[5] Ibid., p. 149.