Del estudio de la obra freudiana, Lacan resaltará el polimorfismo que hay en Freud en lo que respecta a la relación al padre[1]. La evaporación de este, advertida por Lacan en 1968 en una respuesta a Michel Certau[2], convoca a invenciones nuevas de su lugar como transmisor de la castración. Las nuevas formas de familia, que surgieron en las últimas décadas en las culturas que empezaron a cuestionar el llamado patriarcado, dan cuenta de un desplazamiento de la figura del padre edípico al operador de la castración ubicado en un funcionamiento familiar que subvierte lo que se espera de una madre o de un padre, o que incluso prescinde de cualquiera de los dos. Los más reticentes habían advertido que estos cambios producirían una desorientación en los niños sobre la distinción entre los sexos y borrarían el sentido compartido de lo que debe ser una familia. Sin embargo, el psicoanálisis permite constatar hoy que la distinción entre los sexos se sirve de lo imaginario y lo simbólico para tratar lo real de la diferencia sexual; y que los niños, desde muy pronto, van a buscar localizar esa diferencia en las uniones que sus progenitores han establecido, sean estos del sexo que sean. El padre real, como agente de la castración, es entonces el operador de una distribución sexual en la que podrá ubicarse la diferencia.
Así, las familias crean actualmente diversos modos de sentido compartido de familia. El cine, la literatura, las organizaciones sociales, reflejan con un estilo inventivo las nuevas ficciones: familias recompuestas, homoparentales, familias ampliadas, de padres gays o madres lesbianas, de progenitores que cambiaron de sexo o de uniones parentales con más de dos adultos. El psicoanálisis permite seguir estos cambios de la mano de las mutaciones sobre el padre que Lacan elaboró a lo largo de su enseñanza, y advertir que los nuevos discursos producen de igual modo fenómenos de segregación. Las angustias de los niños siguen siendo hoy, no la consecuencia de la añoranza de una familia edípica, sino el efecto del lugar de objeto al que son relegados por el hecho de encontrarse con que las nuevas novelas familiares siguen siendo semblantes con los que reparar la inexistencia del Otro.
En su «Nota sobre el niño», de 1969, Lacan se refirió a la familia conyugal como aquella que sostiene y mantiene una función de residuo[3]. El residuo del que se trata es el de lo irreductible en la transmisión que se espera de los vínculos familiares, y que no puede asimilarse a cumplir con los cuidados vitales. La función de residuo conlleva entonces una constitución subjetiva, lo que implica una relación con un deseo que no sea anónimo[4], dirá Lacan. Si el operador de la castración no dependerá del rol asignado al padre, tampoco la relación a un deseo necesitará de un estándar de parentalidad, siempre y cuando aquel que la cumpla no sea anónimo. Y por no anónimo, podemos entender tanto al sujeto en nombre propio como también al sujeto que nombra.
Encontramos en las familias actuales muchos modos de nombrar –a veces sumamente sofisticados– lo que ellas hacen para que el niño pueda abandonar definitivamente el chupete, para nombrar la diferencia sexual o lo que implica la muerte. Pero la nominación, como efecto mayor del lenguaje, sucede sin que se la busque. Es al padre de la última enseñanza de Lacan, a quien se le reserva la función de nombrar, es decir hacer entrar un S1 en el funcionamiento de la comunicación. Jacques-Alain Miller dice así que la misión del padre es enseñar la comunicación, o sea, elucubrar un lenguaje, introducir una rutina que haga coincidir el significante con el significado[5]. Podemos decir entonces que existe una relación al deseo que implica su humanización y que pasa por la nominación que surge de la rutinización del significante con el significado. Si bien es una función del lenguaje que sucede sola, se necesita de un padre o una madre que la encarne.
En el Seminario 20, Lacan se refiere precisamente a la rutina como aquello que produce esta asociación entre el significante y el significado. Y para ello recuerda que la revolución copernicana produjo una substitución en lo que ocupaba el centro del universo, entendido este como sistema: allí donde se encontraba la tierra, Copérnico ubicó al sol. En la creación de este discurso analógico, el punto dominante de la esfera, señala Lacan, se encuentra en su centro. Y, así, se refiere a la rutina: Lo que permanece en el centro es esa vieja rutina según la cual el significado conserva siempre, a fin de cuentas, el mismo sentido. Este sentido se lo da el sentimiento que tiene cada quién de formar parte de su mundo, es decir, de su pequeña familia y de todo lo que gira alrededor[6]. ¿Qué valor entonces para la rutina si no es la de establecer un centro alrededor del cual giran las cosas e instauran, así, un sentimiento de pertenencia?
Es conocida la fascinación de los niños por el sistema solar, por los astros, las estrellas, o los ciclos naturales de las estaciones o del día y la noche, que surge de su funcionamiento rutinario. A la vez, las familias se sirven a menudo de ello para la instauración de un relato sobre un cierto orden de las cosas. Las rutinas familiares se apoyan en unos cuantos rituales que pretenden colocar en el centro un objeto alrededor del cual gira un culto determinado por aquellos que comparten ese sentido compartido de centro. Los rituales necesarios para conseguir la regulación de los esfínteres, las estrategias para hacer de la alimentación un momento eminentemente compartido, o las consignas para volver responsables a los hijos de sus hábitos de higiene o de aprendizaje; todo ello forma parte del cometido que tiene una familia de hacer funcionar el orden del mundo, aunque este se reduzca a esos momentos de rutina. ¿Cómo hacerla funcionar cuando la concepción de centro ya no está ocupada por los papeles estipulados clásicamente a hombres y mujeres?
Pero el niño debe realizar una operación más, porque la nominación que produce esa función rutinaria del significante deja un margen abierto para un saldo de goce, y por ello la necesidad de encontrar un anudamiento. Este anudamiento no es entonces el que podría desprenderse de la noción copernicana del centro como fundamento del sistema. Es por ello que Lacan privilegia la perspectiva introducida por Kepler, que corrige precisamente la imagen de centro y la substituye por el foco que se encuentra en un punto de una órbita. La órbita kepleriana ya no será circular, alrededor de un centro, sino en elipse, o incluso en una trayectoria recta. La consecuencia de esta nueva perspectiva es que lo central, dirá Lacan, no es lo que gira sino lo que cae. Este es el momento en el que se trata de encontrar lo que falla, lo que se presenta como discontinuidad: nuestro recurso es, en lalengua, lo que la quiebra[7].
Podríamos entonces decir que el reto de las diversas formas de familia, apoyadas en la alianza más que en el parentesco, y organizadas a partir del cuidado de los hijos, es la de construir un mundo propio para el niño o la niña, a la vez que ocuparse de lo que surge ahí en forma de discontinuidad. Su cometido mayor es el de construir un significado rutinario que configure un pequeño mundo al que referirse, una novela familiar basada en el privilegio de unos cuantos significantes en relación con otros y despertar, con ello, el interés del niño por lo enigmático de los significantes con los que ha sido nombrada la relación, en sus progenitores, con un deseo no anónimo. Esta función de nombrar queda así abierta a cualquiera que esté en condiciones de asumirla, pues será el operador que anude y que haga entrar un trozo de real en un significante que lo nombra. Esta operación de nominación se lleva a cabo de manera doble: el nombre produce un agujero al nivel del sentido y a la vez anuda. Es la manera e la que Éric Laurent se refiere a los nombres, que indican al mismo tiempo el lugar del goce y de la defensa del sujeto contra este[8].
Deberemos esperar de todo ello la aparición de síntomas que no serán más que la expresión de los diversos tipos de anudamiento producidos. En efecto, el síntoma sigue siendo hoy el efecto de haber sido nombrado lo real al que viene un hijo o una hija. Las nuevas formas de familia dejan atrás la predominancia del Edipo freudiano, pero siguen encontrándose en sus hijos modos sintomáticos de hacer familia. Lacan lo dirá con un simple giro de los propios términos usados por él hasta los años setenta: Todo se sostiene en que el Nombre del Padre es también el Padre del Nombre, lo que vuelve igualmente necesario el síntoma”. [9]
Es bien cierto que con este Padre del Nombre Lacan conserva la referencia al padre real, pero también lo es lo que constatamos en las nuevas configuraciones familiares; que esta función de nominación puede ocuparla cualquiera que la tome a su cargo. El próximo Congreso PIPOL 10, Querer un hijo. Deseo de familia y clínica de las filiaciones, será la ocasión de desplazar la cuestión del Nombre del Padre al Padre que nombra, y preguntarnos así: ¿Qué nombres lleva hoy el deseo de familia? Y ¿Quién se ocupa de nombrar, en los tipos de familias actuales, los elementos que forman parte del universo de los niños?
Fotografía: ©Véronique Servais
[1] Lacan, J. «1968. Nota sobre el padre». El Psicoanálisis. Revista de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis, nº 29, 2016.
[2] Lacan, J. «1968. Nota sobre el padre». Op. cit.
[3] Lacan, J. «Nota sobre el niño». Otros escritos. Ed. Paidós, Buenos Aires, 2012, p. 393.
[4] Lacan, J. «Nota sobre el niño». Op. cit., p. 393.
[5] Miller, J.-A. Piezas sueltas. Los cursos psicoanalíticos de Jacques-Alain Miller. Ed. Paidós, Buenos Aires, 2013, p. 38.
[6] Lacan, J. El Seminario. Libro 20. Aun. Ed. Paidós, Buenos Aires, 1981, p. 55.
[7] Lacan, J. El Seminario. Libro 20. Aun. Op. cit., p. 55.
[8] Laurent, É. Síntoma y nominación. Colección Diva, Buenos Aires, 2002, p. 139.
[9] Lacan, J. El Seminario 23. El sinthome. Editorial Paidós, Buenos Aires, 2006, p.23.